Mérida, Yucatán. Lunes 13
He dejado el estudio de Campeche al mediodía, me he sentado en un banco intramuros junto al Baluarte de San Juan y, después de ajustarme el sombrero y las gafas de sol, me he terminado una botella de agua ―el calor a esa hora se hacía ya muy cansino― y me he despedido de la ciudad con una sensación extraña. Cuando me voy de un lugar en el que he pasado un tiempo escribiendo, lo más habitual es que ya intuya si voy a regresar a él o no en el futuro. Lo tuve tan claro en Budapest que volví en poco más de un año, creo que lo haré también algún día a Roma o Marrakech y, en sentido contrario, salvo sorpresa y viajes cortos aparte, dudo mucho que regrese a Chicago, Boston o Nueva York. Sin embargo, mi intuición se ha quedado muda esta mañana y, aunque me han faltado cosas por hacer y un par de sitios importantes que visitar en la zona, la verdad es que no tengo ni idea de si volveré o no a Campeche ―o al sur de México en general― para otra temporada de escritura. Tras un par de horas en un autocar con su bendito aire acondicionado, he llegado a Mérida, he dejado mis cosas en el nuevo estudio ―un buen espacio en un barrio gris― y he salido a dar un primer paseo vespertino hasta la plaza principal y la catedral, antes de hacer una pequeña compra y volver andando al alojamiento. Mérida muestra, desde luego, más empaque de ciudad que Campeche, y no sólo por el tamaño. Presenta igual de bien sus atractivos para el turista, pero se nota la solera de las grandes familias burguesas en sus edificios más aparentes, tiene mejor transporte público y un mercado central más surtido, aunque también dos caras que se mezclan, como entre las bonitas iglesias de la Candelaria, San Juan Bautista y la Guadalupe, un tramo en el que uno atraviesa el frescor de los árboles y el alboroto de los pájaros en las plazas para que luego, de repente, le llegue un hedor de alcantarilla desde los sumideros del mercado o se cruce con la triste sordidez de unas cuantas prostitutas, algunas ya casi ancianas, a una sola cuadra del templo, como si un Cristo maya estuviera a punto de aparecer para redimir a su Lupita Magdalena. La escena me ha recordado a una noche en la colombiana Santa Marta, cuando se me acercó una chica en el centro, habló conmigo porque me pilló sentado en un banco ―me pareció violento e innecesario levantarme― y me comentó que era un tipo muy educado por cómo le había respondido, aunque se fue medio sorprendida de que precisamente un extranjero solitario en aquel rincón del Caribe no quisiera esa clase de compañía. Cómo explicarle que nunca podría, y no sólo por principios ―ninguna de esas mujeres trabaja en la calle por elección, sino forzadas de un modo u otro, y quien diga lo contrario es un cínico o un imbécil―, sino porque mi cuerpo y yo estamos perdiendo el interés en casi cualquier forma de sexo, por mucho que mi absurdo espíritu mantenga su esencia frente al verdadero deseo, que en mi caso, y aunque la supuesta belleza sea el primer anzuelo, poco o nada tiene que ver con la carne. Ya tras la puesta de sol y casi a oscuras, en el último trecho a pie hasta el alojamiento me ha pillado desprevenido un breve chaparrón yucateco, no demasiado intenso, pero que de todos modos me ha dejado empapado y, de paso, ha disipado un poco el calor y ciertos nubarrones en mi cabeza.
Martes 14
Esta mañana he amanecido en un inesperado silencio, pues el estudio tiene justo delante una parada de autobús y me imaginaba algo más de ajetreo en la calle. Antes de hacerme el café me he demorado en apreciar la luz que inundaba el espacio por el ventanal de la entrada, el patio trasero y una claraboya en la cocina, una atmósfera de serenidad matinal a la que ayudaba el blanco del techo y el color de las paredes, de un tono pulpa de mango en la cocina y en la estancia principal, que sirve de habitación y medio salón, con un buen escritorio. El alojamiento es bastante sencillo, pero con esa luz tan cálida, el aire acondicionado y la mesa ancha junto a la cama, he preferido quedarme y dedicar una jornada entera de trabajo a intentar terminar el artículo veneciano que se me atascó la semana pasada porque no me encontré bien, ni físicamente ni de ánimo. La revista es para el público general y no puedo ponerme demasiado «estupendo» con la prosa ni con las referencias culturales, pero, por mi convicción de que nunca está de más echar semillas en la tierra para despertar quizá la curiosidad en algunos lectores, siempre intento colar mi particular punto de vista y meter varias pistas literarias en mis artículos. En este caso, imposible no referirme al autor de Marca de agua, mi querido poeta ruso Joseph Brodsky, y muy difícil impedir que alguna frase haya levantado el vuelo: «Venecia es un hermoso verso libre en el complejo poema colectivo de nuestra especie», he puesto al final del primer párrafo. No sé, quizá sea demasiado. Veremos si acaba o no en los quioscos o saco yo mismo la tijera.
Jueves 16
Ayer, después de trabajar en casa por la mañana, salí a comer fuera y a dar un largo paseo por el centro y la parte, digamos, más pudiente de Mérida. Muy cerca de la catedral, me detuve en el agradable ambiente que forman el parque Hidalgo, la rectoría El Jesús Tercera Orden, el parque de la Madre, el teatro y los museos alrededor. Más al norte, la pequeña iglesia de Santa Lucía se ganó todos los números para convertirse en uno de mis rincones favoritos de la ciudad, y frente a la austera y elegante parroquia de Santa Ana me vino a la mente un recuerdo del invierno que pasé en Sicilia, sin saber muy bien por qué, pues obviamente no tiene nada que ver con los normandos, y sin embargo, aun entre palmeras más caribeñas que mediterráneas, no creo que desentonara en algún barrio de Palermo. Tenía intención de visitar el Gran Museo del Mundo Maya, pero permanece cerrado por una avería que sucedió en diciembre y a la que aún no le han puesto remedio, así que me entretuve en el célebre Paseo de Montejo, donde las casonas y mansiones afrancesadas me hicieron pensar también por un instante en Europa, pero más en Niza que en París, y entré en un par de ellas para darme cuenta de que en Mérida «conviven» sin acabar de mezclarse casi todos los estratos sociales mexicanos, una realidad que quizá ligue con algo que leí el otro día y que me sorprendió bastante: en el estado de Yucatán se registra la menor tasa de crímenes violentos del país, pero también el índice de suicidios más alto de todo México. Da que pensar.
No tiene relación directa, obvio, pero hoy, jueves, siento que tal vez lo que arrastro desde los primeros días del año no sea otro bajón pasajero y quizá esté pasando por una especie de depresión camuflada, porque siento que algo no va bien. No me veo con ánimos ni fuerzas para salir, renuncio al plan que tenía para visitar Uxmal ―quizá lo intente mañana, antes de irme de Mérida― y cancelo las cervezas que me iba a tomar con Jorge, otro nómada español con quien me crucé ya en Campeche. Toda mi vida he reconocido la depresión de los demás a mi alrededor, pues me ha tocado convivir con ella, a veces en seres muy queridos, pero yo me he sentido siempre «inmune», o al menos así parecía ser hasta hoy, pues soy una persona muy reactiva, que amplifica lo que recibe o lo que le trae el destino pero no elabora su estado de ánimo de la nada, por lo que si no tengo motivos reales para estar triste o agobiado, nunca hay problema. Por decirlo de otro modo, en los demás siempre he observado que la depresión va primero y la tristeza, el bloqueo o la ansiedad llegan después con ella, de modo que no sé si lo que ahora mismo me sucede es una depresión que más o menos he conseguido disimular hasta hoy, o simplemente son ya demasiadas cosas a la vez las que no están saliendo como quería y, en fin, tampoco soy de piedra. Pondero siempre, soy de talante a la vez sólido en el fondo y flexible en las formas, detesto los dramas sin venir a cuento, me llevo fatal con la gente de carácter voluble que un día te adora y al siguiente te desprecia sin que uno haya cambiado en nada, y no sólo me fijo en el vaso medio lleno, sino que a diario trato de hacer algo para darle solución a la otra mitad vacía. Pondero, recapitulo y, sí, estoy de viaje por un país increíble, tengo refugio en Madrid para la vuelta, la salud no me juega malas pasadas y escribo, escribo mucho y me lo publican, pero hago todo eso siempre en completa soledad y ya empiezo a preguntarme por qué y para quién escribo, cada vez con menor eco o difusión entre los lectores ―de la prensa, a menudo tan perezosa y clasista, ya no espero gran cosa; de los compañeros de oficio, cada uno a su marca, su carrera y su clan, la verdad es que tampoco― o al menos, equivocada o no, esa es mi percepción en los últimos tres años, o sea, justo desde que publiqué mi mejor libro. No suelo comerme la cabeza con el futuro, pero siento que pierdo un poco la esperanza, uno de mis motores desde que comencé a escribir no hace tanto tiempo. Que pierdo buena parte de mi fe en que la literatura sí puede cambiar, mejorar o iluminar algo en el prójimo ―para eso escribo, y no por alimentar mi ego―, pero qué prójimo, me pregunto, si por publicar en un sello o en otro llegas hasta él o ni siquiera existes. Siento que pierdo el empeño que me ha mantenido firme y fuerte hasta hoy en este camino solitario de la vocación literaria y su rara circunstancia añadida, que es mi vida nómada. Si no se trata de una depresión, quizá sólo suceda que se me acaba la batería y necesito pronto una recarga, o que no puede uno mantener su edificio en pie ante las sacudidas del tiempo sin que el día menos pensado empiecen a asomar las grietas en los muros de carga, qué sé yo, pero el caso es que siento que algo no va bien.
Viernes 17
Después de desayunar, mientras recojo el apartamento para dejárselo presentable a su dueño, me fijo en un rincón de la cocina, con una puerta metálica ya vencida por la corrosión de los años y que cuesta abrir para salir a un patio mínimo. En él resisten unas cuantas plantas y caen algunos frutos ya maduros de un naranjo que se asoma por el murete desde el patio vecino. Pretendía abrir la puerta para ventilar mejor la cocina, pero se niega, desisto y sólo inclino sus lamas de vidrio para que entre una tibia corriente de aire que trae consigo tierra húmeda, hojarasca verde caliente y alcohol de fruta fermentada. Junto a ese aroma de vida y de muerte se cuela la claridad de las primeras horas de la mañana, y pienso entonces en aquella frase de Leonard Cohen, en mis propias grietas, en que por ellas también «entra la luz» de vez en cuando, en que la vida no parece tener casi nunca un buen guionista pero sí a menudo una gran historia, y, con el pretexto de su muerte, pienso también en la obra de David Lynch. Aunque la desdeñen algunos intelectuales porque «se entiende» enseguida, en The Straight Story ―el título da más juego en inglés que «una historia verdadera», lo que no es casualidad― hay tanto de Lynch como en cualquiera de sus películas y series más icónicas. Cada una de ellas es otra «ramita», por seguir la metáfora que emplea el anciano Alvin Straight para hablar de la familia, y todas juntas arman el legado de un artista verdadero. Cuando «perdemos» a alguno ―apenas podríamos, mientras perviva su obra―, siento más gratitud que tristeza. Y eso ahora, en unos días bastante oscuros para mí, me anima a no tirar la toalla, porque a pesar de lo absurdo del mundo, al final del camino ha de tener algún sentido todo este viaje. Porque hasta de los rincones más sombríos puede brotar de nuevo la luz.
Izamal, Yucatán. Sábado 18
En sólo dos semanas y con un presupuesto tan ajustado ―además de un fantasma esquivo y burlón que a ratos me sabotea la mente, el ánimo y la agenda―, una ruta por el mundo maya debe sacrificar a la fuerza unos cuantos lugares. Tampoco me ha gustado nunca viajar con prisas sólo para tachar objetivos de la lista, y prefiero aceptar que, como en tantos otros aspectos de la existencia, no damos abasto con todo y es mejor disfrutar con calma y detalle del camino. El caso es que no puedo abarcar más en este viaje, pero elegí muy bien las paradas, y el pueblo de Izamal será sin duda uno de los mejores recuerdos de mi itinerario. Me apetece escribir sobre ello en alguna otra parte, pero baste decir aquí que, desde que llegué ayer a media tarde hasta ahora mismo, mientras escribo este párrafo en la habitación del hotel antes de acercarme a su pequeña terminal de autobuses, Izamal me ha sentado muy bien. También tiene la etiqueta de «pueblo mágico» y, sí, se ven bastantes turistas ―aunque en día y medio me he cruzado con más franceses e italianos que «gringos», sin contar a un par de rubicundos y encorbatados misioneros de Utah― entre sus calles y casas pintadas de amarillo vaticano, pero la población local sigue siendo franca mayoría, los precios en el mercado o en las tiendas todavía son para mexicanos y se respira una atmósfera de inesperada autenticidad. O eso he sentido yo, al menos, en mis paseos entre la gran pirámide maya de Kinich Kakmó y el gigantesco atrio castellano del antiguo convento de San Antonio de Padua, desde el que ayer, mientras los últimos rayos de sol multiplicaban el amarillo de la fachada, pude contemplar uno de los atardeceres más intensos y hermosos de estos dos meses y medio entre Jalisco, Ciudad de México y el Yucatán, delimitado por ese rectángulo de setenta y tantos arcos como si el cielo me lo hubiera enmarcado para regalo.
Valladolid, Yucatán. Domingo 19
Me resulta curioso pensar en los 30 grados de diferencia que debe de haber hoy mismo entre la Valladolid castellana y la yucateca, a la que llegué ayer mucho más tarde de lo previsto tras un pesado viaje en autobús de segunda clase. No obstante, el trayecto me recompensó por los retrasos y me permitió ver varios pequeños pueblos por los que no se adivinaba a ningún forastero, algunas bellas y sencillas iglesias, una feria local y hasta toda una fiesta mayor, con vaqueros a caballo, monturas engalanadas, banda de música y derroche de pirotecnia. La ciudad me recibió con un amable ambiente de sábado perezoso y la estruendosa algarabía de chasquidos y trinos de los zanates ―parecen pequeños córvidos pero en realidad son parientes de tordos y oropéndolas―, que se movían en infinita bandada entre la plaza principal y el templo de San Servacio. Mi nuevo refugio alquilado en Valladolid no es en absoluto el típico alojamiento globalizado para turistas ―decorados por el mismo catálogo sueco, lucen con idéntica falta de carisma en Barcelona, Buenos Aires o Berlín sin dejarte saber dónde demonios estás―, sino un sitio muy especial: la antigua casa y escuela de una maestra que, dicen, fue muy querida en el barrio. Tres grandes salas de techos altos hacen hoy de salón ―el aula de antaño―, dormitorio y cocina, donde hay un precioso rincón con mecedora que ya he utilizado como espacio de lectura. Sobre la mecedora hay una pequeña ventana con mosquitera y reja, y al abrirla esta mañana para que entrara un poco más de luz, el chirrido de las bisagras ha asustado a una gran iguana que se echaba la siesta en el alféizar. He decidido dejar la ventana abierta hasta que me vaya el martes, para que la iguana, que debe de ser doméstica porque está bastante gordita o bien alimentada, se quede tranquila. Yo sólo estoy de paso pero ella vive ahí al lado. La llamo Juancha y asiente con la cabeza: si además hinchara la papada y abriera la boca como para bufarme, sabría que está enfadada, pero cuando una iguana de tierra sólo mueve la cabeza suele significar «eh, que este sitio es mío». Y la verdad es que doña Juancha tiene toda la razón.
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