San Francisco de Campeche. Miércoles 1 de enero
Entre los literarios no hay ninguno nuevo, pues pienso mantener los proyectos que ya están en marcha desde hace bastante tiempo, pero uno de mis pocos propósitos literales para el nuevo año es hablar menos e intentar decir más, en todos los sentidos, con todo el mundo y en todos los foros y formatos, empezando por estos diarios. Llevo meses releyendo, seleccionando y puliendo entre el matorral de casi trescientas mil palabras acumuladas durante ocho temporadas, con la idea de darle a mi editor un jardín aseado con poco más de la mitad para un libro que no llegue a las quinientas páginas, que a estas alturas del siglo XXI me siguen pareciendo una exageración si no son para el tomo de algún novelista ruso decimonónico. En todo caso, la tarea me ha servido para cerciorarme de lo que ya intuía: desde 2017 he escrito demasiado y, con toda esa paja encima, el grano apenas tiene oxígeno y espacio para crecer sano y dar algún fruto que valga la pena. Por eso, en vez de soltar el verbo y la mano para tener que podar y corregir más tarde, he decidido que en esta nueva etapa de mis diarios escribiré de cinco a seis entradas por semana, pero mucho más breves que las dos o tres de antaño. Nada garantiza que no me vaya de vez en cuando por los cerros de Úbeda, y seguro que en realidad no tendré algo que decir todos los días, pero la claridad y la ligereza no están reñidas con aspirar a la profundidad del fondo y al vuelo de la forma en la escritura.
Jueves 2
En general tengo muy buen olfato, y no me refiero ahora a nada figurado ni a la obvia frase hecha, sino a una simple cualidad sensorial que he conseguido no estropear con los años ni con el tabaco o cualquier otra muleta adictiva. Hay días, sin embargo, en que el aire parece aclararse aún más a mi alrededor, mi nariz aumenta su sensibilidad y, como uno de esos animales entrenados para buscar trufas en el bosque o drogas en el aeropuerto, para bien y para mal, puedo interpretar con más detalle el mapa olfativo del entorno. Y no sólo el de la naturaleza, que suele ponerlo más fácil en este rincón del mundo entre la selva, el mar y los campos, con su destilado de tierra, sal y fruta. En el corto paseo de hoy por las calles, el malecón y el mercado de Campeche he leído en esa cartografía invisible lo que habla también de las cualidades de unas personas u otras a través de sus actos y omisiones: el afán detallista y el cuidado con el que una pequeña empresaria había pintado, limpiado y decorado su local, la dejadez o la pereza de un hombre que había rendido su portería a la humedad y la basura, la dulce expectativa de una pareja de jóvenes envueltos en un vapor de perfume barato y marquesita con caramelo, o la indolencia de un carnicero delatado por la fibra oscura y rancia de un género que ya ni siquiera atraía a las moscas hasta su puesto. En general, y ahora sí echo mano de la metáfora, creo que tengo muy buen olfato para que la gente me hable de sí misma sin decir palabra.
Viernes 3
Anoche me costó dormir como no me sucedía desde años atrás y, cuando la claridad del amanecer se coló por el lateral de la cortina para encontrarme aún despierto, me agobié un poco, pues a pesar del agotamiento me resulta casi imposible conciliar el sueño si no es en un dormitorio a oscuras. Al final conseguí descansar un rato, pero mal y a destiempo, levantándome para el desayuno a la hora de comer y desubicado después frente a la nevera entre las cuatro y las cinco, cuando cualquier otro día estaría pensando ya en la siesta. Incapaz de hilar palabras en la libreta o el teclado, he asumido que voy a retrasarme en un par de entregas y he salido a dar una vuelta justo cuando la tarde apagaba ya la luz en el cielo y se encendían los primeros focos al pie de las murallas. Llevaba de casa una lista mental de la compra, pero antes he buscado por el centro unas gafas de sol. No me gusta usarlas y ya no recuerdo si las únicas que tengo están en el armario de un amigo en Madrid o entre las cajas de un garaje en Barcelona, pero el caso es que, cuando el sol pega demasiado fuerte en estas latitudes, me acaba doliendo la cabeza de tanto fruncir el ceño si no encuentro una buena sombra y, sobre todo, en diez días empezaré una ruta de dos semanas por el Yucatán, pasaré demasiadas horas caminando a cielo abierto entre pueblos, pirámides y playas y, para evitar la insolación, no creo que me baste con el sombrerito de tela que me traje del Perú. Me he comprado, de entre las más baratas, las gafas menos espantosas que he visto, pero de todos modos al probármelas me he sentido bastante ridículo, casi dispuesto a llamar al timbre a varios vecinos para, con acento robótico, preguntarles por una tal Sarah Connor o, casi mejor, intentar venderles el cupón del viernes.
Sábado 4
Madrugada, ventilador y almohada sin lado tibio siquiera. Confieso que un vacío extraño, pues me pesa cual máscara de plomo, se ha apoderado de mí desde el lunes o el martes ―el año que ya no, la misma semana todavía― y me empuja al insomnio, así que me está costando más de lo previsto arrancar enero en el trabajo, el viaje y la escritura. Yo trabajo, desde luego ―un itinerario por Budapest, un artículo veneciano, media corrección―, pero me despisto, tropiezo de más y tengo que volver a empezar. Viajo, sí ―un museo, otra iglesia, media deriva―, pero como lo hice en los primeros días tras el encierro pandémico en Marrakech: desconectado del mundo, hacia dentro y aturdido. Y también escribo, claro ―estos diarios, un paisaje andino, medio cuento―, aunque las palabras me salen con muchas ramas, demasiadas flores ―oscuras o carnívoras, pero sólo flores― y poca raíz, que es el único sustento de la belleza y de lo cierto en el lenguaje. Pruebo con Arvo Pärt, pruebo con las cuevas de Ajanta, pruebo con el candor de la noche en esta ciudad mexicana y pruebo con una gimnasta vasca, perfilada y hermosa como un relieve de Angkor Vat, pero la avería es interna y sospecho que, al hilo de lo que dijo Kertész1 que dijo Márai sobre la necesidad diaria de grandeza ―«ser húngaro no es más que una forma agridulce de clarividencia», escribí en mi cuaderno2 de Óbuda―, me vienen faltando no sólo esa grandeza, sino también el incendio y la poesía.
Domingo 5
Mientras vivo y escribo en Campeche, corrijo un cuaderno de viajes sobre el sur del Perú, tomo notas para un cuento ambientado en Cuba, diseño una ruta para un viaje literario por Budapest, redacto un artículo para una revista sobre Venecia, preparo un par de talleres en Madrid, hablo con dos editoriales en Colombia y Argentina, le muestro a otro editor un proyecto literario que ha evolucionado desde mi singular experiencia en Marrakech, pienso en una posible invitación a Estambul que me dejó caer un amigo en Guadalajara y sueño en voz alta ―creo que no tengo vecinos en el edificio, así que no me oye nadie― con un largo viaje por la India al que renuncié hace casi treinta años, una cuenta pendiente ―más personal aún que viajera o literaria― que espero saldar en menos de un año. Algún seguidor de los falsos gurús del «aquí y ahora» ―creo ser la persona que, para bien o para mal, más al día vive y más jugo le saca al presente de cuantas conozco― podrá decir que así no me concentro en mi actual vivencia mexicana, pero nada más lejos de la realidad. Es sólo que, como en un relato de ciencia ficción del gran Ted Chiang,3 mi noción del tiempo y, por tanto, de mi sucesiva presencia literal en el espacio, es circular y simultánea: soy, escribo y estoy a la vez en todos esos lugares y en cada uno de esos momentos, mientras los proyecto, los experimento o los recuerdo. Soy y estoy a la vez en todo el mundo, igual que cualquiera puede despertar, levantarse de la cama y detenerse un instante en el salón, en el baño o en la cocina para decir en cada rincón «estoy en casa».
Imre Kertész, El espectador. Apuntes, 1991-2001 (Acantilado, 2021; trad. Adan Kovacsics).
Variaciones sobre Budapest (La Línea del Horizonte, 2017; 3ª ed, 2024).