Cuando Napoleón se retiró de Rusia, un oficial de su ejército herido en batalla decidió quedarse por el Báltico. Años más tarde se casó con una aristócrata lituana, con quien tuvo un hijo, cuyo nombre, transliterado del ruso al francés, nos ha llegado como César Cui. Militar e ingeniero, escribió tratados sobre fortificaciones y ensayos sobre música, en la que se inició por cuenta propia. Como puede deducirse del retrato que le dedicó el gran Ilya Repin, hizo carrera en el Imperio Ruso, llegando al rango de general. Tuvo cierto reconocimiento en vida como compositor ―lo intenté con un par de óperas suyas y, en fin, el buen Tsézar Antónovich no era precisamente Verdi― pero la realidad es que apenas se le conoce a día de hoy, aunque un puñado de sus piezas breves me parecen a la altura de los mejores maestros rusos del piano.
Yo supe de ellas en 1990, casualmente en el ejército, cuando hice el servicio militar y trabé amistad con Ariel, un bondadoso judío catalán que me descubrió también las sinfonías de Rachmáninov. Por aquella época, con mis diecinueve años por cumplir, empezaba a leer más a fondo a Dostoievski, Tolstói o Bulgákov, que para mí vinieron siempre después de Chéjov, así que tenía ya la rusofilia cultural activada desde la adolescencia. Lástima que la deriva autoritaria crónica de ese inmenso país no esté a la altura de sus artistas ni de sus mejores ciudadanos.
En esta tarde casi invernal de abril en el poniente de Asturias, mientras no consigo trabajar más que a ratos en mi «dacha» prestada porque aún no me he recuperado del todo ―la salud mental es una vela que cuesta fijar a favor del viento incluso cuando parece soplar de popa―, he vuelto a escuchar después de muchos años a Cui y he pensado en todos esos músicos, pintores o escritores que el canon no ha glorificado pero cuya obra, en esencia, ha resistido bien el paso del tiempo. No es poca cosa, ni se puede estar siempre con la «obra maestra» entre ceja y ceja, porque el arte, como la existencia humana o el peregrinaje por cualquier camino, también está hecho de los pasos, tropiezos y logros que otros no pudieron o no supieron ver.
Tan malo es que nos olvidemos de ello como que ―por interés, inercia política o pereza intelectual― «la profesión», los medios y la academia insistan en colocar a ciertos «artistas» en ese pedestal del supuesto canon. Reflexioné sobre el tema hace dos semanas, todavía en Madrid, cuando me enteré de qué autores españoles actuales se estudian en algunas carreras universitarias de letras.
Fue como buscar una farmacia de guardia en plena noche y encontrar abierta una droguería.
Por fortuna, los lectores menos dóciles pueden hallar otras voces en librerías y bibliotecas.
Y vosotros podéis escuchar a César Cui en Spotify, por ejemplo.
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