A unos setecientos kilómetros de Barcelona, mi rosa de Sant Jordi no es demasiado grande pero está viva, con un aroma más intenso que el que pueda pagarse con cuatro o cinco euros, pues sigue en su rosal, un arbusto que parece bastante joven, de tallo indeciso y tímidas espinas, pero en el que ahora mismo hay unas cuarenta o cincuenta yemas sanguinas a punto de eclosionar.
En este Día del Libro, en el que hago un alto en mi escritura por andar aún algo escaso de energía, no voy a desearos muchas lecturas, sino lecturas mejores, tan vivas e intensas como esta rosa sin cortar, un canto de Homero, un párrafo de Ayesta o un poema de Rimbaud.
Algunos de los seres más abyectos, miserables y obtusos que he conocido en mi vida leyeron miles de libros. Algunos de los más admirables y sabios, también. Unos se jactan de ello y se acercan a la lectura con mentalidad coleccionista, extractiva o forense, casi como cualquier colono que reclama un terreno ajeno o un turista que mata el tiempo mientras esperan que el mundo les dé la razón. Otros leen en verdad para sí, entre la duda y la sed, pues entienden la lectura como viven el camino el viajero o el peregrino, dedicados a ensanchar y darle sentido a su tiempo.
Sí, os deseo menos compras, menos morralla y menos ‘hypes’ pero mejores lecturas, aunque sean poquitas o lleven ya media vida olvidadas en vuestro salón, porque percibe y conoce más del mundo y del ser humano quien lee, siente y quizá comprende un buen poema, una buena historia o un buen ensayo que quien acumula títulos, nombres y datos como cualquier inteligencia artificial.
En lo que queda de este Sant Jordi voy a cocinar plato de cuchara para la comida y la cena, echar la siesta, releer a Steiner, hacer leña menuda para que el fuego prenda mejor y buscar algo de poesía en la biblioteca de mis anfitriones.
¿Qué más quiero?
Ya escribiré otro día.
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