Décadas antes de plantearme siquiera la escritura, lo que sentí de la adolescencia a la juventud leyendo en soledad casi cualquier libro de Chéjov, Dostoievski, Flaubert, Stendhal, Pessoa, Conrad, Steinbeck, Faulkner y otros maestros lo experimenté también en mis dos lenguas maternas leyendo algunos libros de Rodoreda, Marsé o Umbral, y muy pronto otros de García Márquez, Rulfo, Borges, Cortázar y Vargas Llosa.
Que no estamos del todo solos, sentí, que vivir trasciende la mera existencia y que la literatura nos da la libertad de ensanchar nuestro camino. Ya muy pasada la mitad del mío, aún lo siento cada vez que releo o descubro otra gran obra.
Todos aquellos libros se hicieron inmortales porque, con su «verdad de las mentiras», le hablarán siempre a otro ser humano de este mundo y de varios posibles, del prójimo y de sí mismo.
Lo que la gente diga o piense de sus autores importa ya bien poco —es muy sano leer a ciertas personas con ideas políticas distintas y hasta opuestas a las propias—, sobre todo la gente que nunca llegó a escribir ni medio párrafo brillante. Yo sólo puedo estar eternamente agradecido a esos maestros, pero no tanto por su talento, capricho del azar, sino por la fe, el deseo y el empeño en escribir libros que ampliaran el horizonte colectivo.
La grandeza en literatura no se consigue con ingenio, buena agenda ni estrategia editorial, sino por una rara cualidad del espíritu que, ya sea por voluntad o necesidad, hace la tarea inevitable.
La grandeza en literatura no se demuestra en premios, listas ni festivales, donde proliferan los cortesanos y narcisos mediáticos, sino en el instante solitario de la lectura anónima.
Y llegada esa hora, cada vez, aquellos libros eternos siguen pasando la prueba justo donde flaquea la avalancha oportunista y resultona que satura hoy editoriales y librerías, con más habilidad que talento, buena agenda y no poca estrategia pero sin rastro de fe, deseo ni empeño en nada que de verdad trascienda la ópera bufa del ego ni la banalidad de este oficio.
Zavalita, cuéntanos, «¿en qué momento se jodió la literatura?».

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