Madrid. Martes 18 de febrero
Hace ya más de media vida, cuando aún respiraba ella a este lado de las cosas, mi madre me contó que yo, desde mis primeros pasos, había sido siempre un niño «muy sufrido», que no hacía pucheros, se guardaba el daño y prefería irse a otra parte o quedarse callado a montar un berrinche. Creo que, con todo lo vivido desde entonces hasta ahora, más que rebasada la mitad de mi existencia ―estoy siendo optimista, desde luego, porque nada asegura que pasado mañana no se acabe todo de repente―, en ese aspecto apenas he cambiado. Por eso, entre otras razones, y no por orgullo ni soberbia, me incomoda el simple hecho de contar mis problemas, pedirle un favor a alguien o darle de comer al drama. Creo tener el umbral del «dolor emocional» o el fuste psicológico bastante por encima de la media ―lo digo con toda humildad pero sin poder olvidar mi experiencia y la del prójimo alrededor―, pero aunque a menudo logre sobrellevarlo o disimularlo con calma o entereza y, a veces, sin dejarme el sentido del humor por el camino, cuando al final salgo de mi caparazón para no tragarme a solas algún problema es por mera supervivencia, porque ya no puedo más o estoy de verdad desesperado. Así que, en el fondo y por muy bajo de defensas que me haya pillado esta depresión, este agobio o esta ansiedad ―qué más dará la etiqueta, lo único que cuenta es la honda sensación de que me apagaron la luz sin previo aviso―, agradezco más que nunca el hecho de poder estar tranquilo y solo, a salvo en este refugio prestado hasta septiembre, volcado en la escritura y, unos pocos trabajos alimenticios aparte, sin que nadie me obligue a mezclarme demasiado con el mundo. Y no sólo porque sea yo más o menos «sufrido» o, también desde siempre, una especie de contradictorio misántropo selectivo, sino por ese otro plato de la balanza que trato de llenar con mis libros, que no son otra cosa que mi manera de dejar salir al peculiar humanista que me habita. Me acordé de ello el fin de semana, cuando se emitió en la televisión mexicana un breve resumen de la conversación que tuve a finales de enero en la librería Gandhi de Coyoacán con Francisco Goñi, quien me entrevistó por la publicación de mi novela en su país. Hablamos, claro, de literatura, nomadismo y migración, pero lo fundamental quedó dicho: que Del silencio es una ficción sobre la memoria, el exilio y la identidad que emplea un marco histórico distinto para, en el fondo, reflexionar sobre nuestro mundo y nuestro tiempo, un empeño al que dediqué seis años de mi vida, de refugio en refugio, de soledad en soledad y de encierro en encierro, pero con ese afán por vencer el exceso de ruido entre la gente para hablarle a otro ser humano de los silencios, del daño y de la esperanza que quizá muchos compartimos.
Viernes 21
Todas las señales que llegan desde los Estados Unidos en lo que llevamos de año me hacen pensar una y otra vez en su profunda decadencia. De las patochadas de su presidente a la turra que llevan dos semanas dando con la Superbowl ―un circo de tres pistas que, salvo a un puñado de seguidores latinoamericanos, no le importa absolutamente a nadie en el resto del mundo―, los piques absurdos entre dos raperos o el bailecito de una tenista que juega a las bandas callejeras mientras luce en la muñeca un reloj que cuesta más de lo que cualquier familia ―afroamericana o no― de clase trabajadora alcanza a pagar por una casa en los suburbios de Atlanta o Nueva Orleans. En estos tiempos extraños, ante el colapso ético y social de la supuesta primera potencia de Occidente, y quizá porque, precisamente, son muy buenos contándose grandes mentiras a sí mismos sobre «la democracia» o «la libertad», lo cierto es que seguimos viendo muchísima ficción estadounidense, ya sea buena, mala o regular. Yo tampoco me libro, este febrero me he puesto un poco al día con material de años anteriores y he visto, entre otras miniseries, Mare of Easttown, con un monumental trabajo de Kate Winslet y un guion bastante sólido que, sin embargo, la pifia de mala manera hacia el final. También las dos temporadas que me faltaban de True Detective, la segunda y la cuarta, que no tienen el carisma de la primera ni la solvencia de la tercera pero no son tan malas como las pintaban, sobre todo por lo bien que están Farrell y Foster en una y otra. Por último, he visto una película que debería ser telenovela, porque queda muy lejos de lo que, a mi juicio, significa el buen cine: no es lo mismo un bodrio solemne que un solemne bodrio, pero el asunto es que Horizon: an American saga logra ser ambas cosas. Lo lamento por Kevin Costner, que le ha echado ganas y su patrimonio, pero salvo un par de escenas muy bien rodadas y algún detalle más, patina en casi todo, con mayor estrépito si cabe en el guion, el ridículo montaje y una ristra de tópicos que dan vergüenza ajena hasta en el retrato de los pueblos nativos, algo que me ha sorprendido viniendo del artífice de la maravillosa Bailando con lobos. Hablando de mentiras y de sistemas que colapsan, nuestra manera de consumir ficción estadounidense me hace imaginar a la plebe yendo encantada al circo en las provincias del imperio mientras los bárbaros estaban ya a las puertas del coliseo en Roma. El caso es que, de un modo del que aún no soy del todo consciente, sigue vivo mi desencuentro con aquella sociedad desde el verano de 2017, cuando llegué a Nueva York, Boston y Chicago para escribir un cuaderno de viajes, no fui capaz de abstraerme de la inesperada alienación y regresé a Europa con el esbozo de una oscura novela distópica.
Martes 25
Quizá debiera desarrollarlo, pero mi intuición es más sabia que mi dialéctica, tengo mucho trabajo y, sobre todo, ya no vale la pena oponerse a lo irremediable: vivimos una «hipsterización» de la lectura que se parece bastante a la gentrificación, pues acabará por expulsar del centro de la edición a la literatura. Clubes de lectura donde los textos se eligen más por tendencia que por criterio o valor cultural, recomendadores apresurados e impresionistas de libros con más seguidores y más eco en redes sociales que sus propios autores, el nuevo invento hipster de reunirse para leer en grupo y en silencio en locales de moda ―diría que la lectura sólo tiene sentido en privado o, si sugiere reflexión y debate, entonces sí, de forma colectiva, pero no se lo veo a un gesto que me recuerda más a ir al «café que lo está petando en Instagram» para pedir un bol de cereales y una tostadita con aguacate que a desayunar sin pretensiones― o iluminados posmodernos que consideran al lector como «co-autor» de cada libro en su interpretación e incluso, ya a calzón quitado y sin el más mínimo reparo, como otro tipo de artista. Vendrá el predicador contemporáneo con su misal identitario a afearme la posición y hablará de «elitismo» o de cualquier otra sandez, pero me niego a pasar por ese aro. Al final los escritores, los artistas y los editores genuinos ―los que apuestan por un discurso, una voz o una estética que trate de señalar o abrir caminos y no vaya siempre detrás de los lectores para mendigar ventas―, serán aves más raras pero también más valiosas que nunca. Al menos para la literatura, en un mundo que ahora lee por tendencia pero no lee de verdad. Tan valiosas como animales en vías de extinción entre un montón de gente que compra su entrada para el zoo.
Viernes 28
Los nubarrones de esta borrasca mental y anímica ―nunca mejor dicho, por su etimología latina: tengo el alma en penumbra― no me dejan ver el horizonte con claridad, salvo por el faro de la escritura. Llevo retraso con varias tareas, me puede la desgana con muchas cosas, estos mismos diarios se me hacen en ocasiones demasiado cuesta arriba, se desinfló el globo de mi tibio entusiasmo con Substack ―donde se repiten más o menos las mismas inercias que me cansaban y aburrían de otras redes sociales, y que me desmotivan tal vez demasiado pronto― y pienso en renunciar a otras labores paralelas para centrarme sólo en la literatura, porque al menos esa luz sí permanece encendida al fondo. A veces la veo más clara y otras parece que esta densa niebla interior está a punto de tragársela, pero, de momento, no se extingue.
Entre esas inercias, la obsesión por las cifras, el mal llamado «crecimiento» ―si sólo piensas en el tamaño, no lo harás en términos de madurez―, el «eco» o los seguidores. El otro día, al darle vueltas al tema yankee, volví a leer una frase de Harold Bloom sobre Decadencia y caída del imperio romano, la obra fundamental de Edward Gibbon: «El libro de Gibbon es un texto profético, que encierra un diagnóstico perfectamente aplicable a lo que está ocurriendo hoy en mi país. Se podría titular “Decadencia y caída del Imperio Americano”». Si al crítico literario más célebre del siglo xx le parecía que el gran historiador inglés del siglo xviii ya hablaba de algo que aún resonaba en su tiempo, no es tan descabellado que hoy me suceda lo mismo: dos o tres siglos son más de lo que una simple vida humana puede abarcar, pero en la edad de un imperio y una cultura apenas marcan la transición de la madurez a la decrepitud. Un poco por todo ello y de vuelta a mi pequeño ecosistema literario, pienso que da igual si eres escritor, editor, periodista o librero, pero si te escandalizan las bravuconadas de Trump o sus forrados lacayos y luego te comportas con tus semejantes como ellos, con la misma lógica abyecta de la fuerza, la corrupción y el estatus ―o cualquier vana noción de «éxito» con la que fantasees para tu negocio―, no eres más que otro fanfarrón capitalista a pequeña escala.
Domingo 2 de marzo
Hace cuatro semanas hablé en estos diarios de «la bendita seguridad de tener por delante varios meses sin la obligación de buscar un nuevo refugio», pero la propietaria acaba de decirme hoy mismo que, por temas personales, necesita el piso seis meses antes de lo que me había dicho y confirmado, así que debo encontrar otro sitio para mudarme a primeros de abril y hasta la Feria del Libro de Madrid. La noticia llega en el peor momento posible, cuando mis dos únicas tablas de salvación frente a la depresión eran precisamente la escritura y la tranquilidad de poder pausar el nomadismo por una larga temporada. Pero ahora una cosa arrastrará a la otra y sé muy bien que la incertidumbre y la ansiedad se van a llevar por delante la escritura, justo cuando estaba con un par de proyectos que requerían todas mis fuerzas. Y lo cierto es que ya no sé cuántas me quedan para salir del pozo como hice siempre y tras caídas mucho peores. Esta vez, la verdad, me siento tan vulnerable y agotado que no lo sé.