Madrid. Martes 4 de febrero
Hace sólo cuatro días que he vuelto a Madrid pero siento que, en esta ocasión, me he adaptado más rápido que nunca a «mi otra ciudad», en la que debo de haber pasado ya casi un tercio de mi vida, entre unas cuantas estancias posteriores y los primeros catorce años, cuando llegué desde Barcelona con una novia y media juventud por delante, una década antes de comenzar siquiera a pensar en el extraño viaje de la escritura. Esa leve sensación de «arraigo elegido», la bendita seguridad de tener por delante varios meses sin la obligación de buscar un nuevo refugio, algunos amigos que andan cerca y el hecho de que, contra todo pronóstico, la escritura parece fluir sin problema, mantienen mi botella vital medio llena. La otra mitad alberga un vacío que, por primera vez, pesa más de lo que me había acostumbrado a soportar. No tengo miedo ni me preocupo de más, alérgico al drama y al victimismo como siempre, pero mentiría si no reconociera que todo esto me ha pillado por sorpresa desde enero y, lo llamemos «depresión», «agobio» o «ansiedad», lastra mi camino, me borra el entusiasmo y ralentiza mi energía.
El domingo escribí un breve poema que me dejó un sabor agridulce. Lo malo fue que, desde un punto de vista formal y literario, era bastante mediocre. Lo bueno, que la imagen o la idea inicial era muy potente y no tenía nada que ver con mi actual estado de ánimo o mental, lo cual me alivia, pues quiere decir que podré recuperar esa semilla más adelante pero, sobre todo, que incluso ahora prefiero enfocar mi deseo y mi atención lejos de la sombra: nunca he creído en la literatura que se regodea sin más en el dolor, los demonios personales o la oscuridad, un ejercicio narcisista y obsesivo sin sentido, si no es para aventurar una salida.
Ayer mi amigo Mario, que trabaja ahora en el Teatro Real, literalmente al lado de «mi casa», subió a tomar algo, y por la tarde me llegó una máquina a presión de café que no hubiera comprado nunca, pero en la que después de hacer cuentas y con ocho meses por delante, decidí invertir setenta euros. En mi caso, de febrero a septiembre calculo que voy tomar más de trescientos cafés entre la cocina, el comedor y el estudio, así que prefiero que cada uno de ellos suponga un breve instante de disfrute y no una simple dosis de cafeína. Si luego, cuando tenga que irme de este piso, no puedo llevarme la máquina y debo regalarla o malvenderla, de todos modos habrá valido la pena. Y un detalle tan minúsculo y cotidiano como este me confirma que, si sigo siendo capaz de buscarle la parte buena a cada momento, es que, como un parásito que te muerde ―hoy no he ido a un evento que tenía previsto porque la «ansiedad social» me ha impedido salir de casa― pero no te aniquila, el bicho de la depresión ha topado con un huésped bastante duro de roer.
Jueves 6
Ayer pasé el día con dos trabajos que sí lo son ―un taller y una corrección editorial―, pues me pagan por ello, y otros dos a los que quizá dedico demasiado tiempo y por los que no recibo ni un duro: creo que debería replantearme de una vez ciertos compromisos adquiridos, con los demás y conmigo mismo, pues en realidad apenas alimentan mi camino como escritor, y no lo digo sólo por el dinero, sino por algo que ya no me sobra como antaño y tendría que reservar por entero para mis libros: la energía.
Hoy ha venido Manuel ―Astur― a comer a casa, hemos intercambiado la edición mexicana de mi novela y su nuevo poemario en Acantilado y, después de ponernos al día con los tres últimos meses, hemos ido a la presentación del nuevo libro de relatos de mi querida Katya Adaui, que está de paso por Madrid. A veces ―lo cierto es que son pocas, pero pesan― me puede la penumbra dentro y alrededor, pierdo la fe en que de verdad puedan «suceder cosas en los demás» con mis libros ―para eso escribo― y, por un momento, me ronda la idea de tirar la toalla en este oficio. Luego, de algún modo, siempre recupero la luz ―dentro de mí― y vuelvo a fijarme en la claridad ―alrededor― para porfiar en mi camino. Reconforta y ayuda mucho a seguir adelante encontrar de vez en cuando a otros escritores que, en esencia y sin rastro de ingenuidad, conocen y practican el luminoso vínculo entre la belleza, la sabiduría y la bondad. Escritores como Katya y Manuel. Al acabar la presentación ―y luego, en las cañas con Antón y Julia, dos jóvenes y risueños libreros―, he pensado que, en el fondo, la vocación no se elige pero sí el modo en el que uno recorre ese camino, y he celebrado que, quince años después de conocerlas, estas dos voces literarias, la de la cuentista peruana y la del poeta asturiano, hayan crecido tanto y con tan buena luz.
Sábado 8
La infame cumbre de políticos de ultraderecha de estos días en Madrid me hace recordar algo en lo que llevo pensando bastante tiempo: que los ricos han pasado de convencer a la clase media de que los pobres eran el problema a conseguir que los pobres les voten y se odien entre ellos. Goebbels estaría orgulloso de sus cachorros. Aunque mi momento personal sea bastante lúgubre y no puedo negar que tengo el prisma un tanto opacado por las circunstancias, no hace falta ser clarividente para darse cuenta de que el panorama global no ayuda a sonreír en absoluto.
En estos días leo varios libros de autores españoles y latinoamericanos, pero como se debe también a uno de esos «no-trabajos» con los que decidí complicarme la vida el año pasado ―la revista Maguey―, prefiero no hablar aún sobre esas lecturas y dejar mi valoración o mis impresiones en un segundo plano, hasta cuando por fin pueda compartir las entrevistas que preparo. Mientras, dedico los ratos en que mi cabeza no rinde para la literatura ―ni siquiera para continuar con mi propia escritura―, a ver películas y series. Las dos últimas muestran cómo puede variar el resultado bajo un prisma u otro a partir de un material más o menos común, como con la espantosa secuela de Joker ―jamás aprecié los musicales, es cierto, pero es que de verdad es tan ridícula que da vergüenza ajena― o la estupenda miniserie The Penguin, con un presupuesto menos disparatado, un buen guion y un magistral duelo de personajes entre Cristin Milioti y Colin Farrell, que cada vez me parece mejor actor.
Lunes 10
Ayer me sentí un poco más madrileño que de costumbre, por acercarme a casa de mis amigos y casi vecinos, Raquel y Manuel ―con todas las vueltas que hemos dado los tres por el mapa, me hace gracia que ahora vivamos a menos de diez minutos a pie en pleno corazón de Madrid, entre las plazas de Oriente y la Morería― para dar cuenta de un gran cocido casero. No creo que sea baladí que unos cuantos escritores que conozco aprendamos a cocinar y, con los años, incluso mejoremos en ese otro oficio amateur, menos incierto y a menudo más agradecido. Me sentaron muy bien los tres vuelcos y la sobremesa entre personas en quienes confío, una especie de relevo de la guardia en mi fortaleza, ahora que tengo las defensas tan débiles y expuestas. Sea por la amistad o por ese cocido de ayer, esta mañana he retomado la escritura de mi cuaderno de viajes peruano con cierta energía, demasiado justa aún, pero algo más parecida a la mía habitual. Qué suerte poder contar con un refugio y casi ocho meses de serenidad por delante, pues me van a hacer falta para superar este bache y, sobre todo, para volcarme de lleno en la escritura, que ya es mi prioridad absoluta. Quiero y necesito dedicar el año entero a terminar todos los proyectos literarios que tengo entre manos, los que voy a publicar en breve, los que ya he contratado y los que todavía no sé en qué editorial saldrán pero sí en qué fecha pretendo cerrarlos: quiero y necesito que el año próximo sea una absoluta página en blanco para empezar cosas nuevas, grandes y distintas.
Jueves 13
He tenido que repasar mi primer libro de cuentos por temas de trabajo y me doy cuenta de lo extraño y oscuro de alguno de sus relatos, que hoy no escribiría así. Cuentos como «En la boca del otro», por ejemplo, que un par de agudos lectores compararon en su día con las historias de Mariana Enriquez ―compartimos una antología en 2010, enseguida me pareció un grandísima narradora, intenté convencer a un par de editores españoles independientes para que la ficharan y le tengo aprecio personal, pero publiqué Agua dura dos años y medio antes de leer Las cosas que perdimos en el fuego y de que comenzara el fenómeno con Mariana en Anagrama, así que la comparación fue inmerecida, mera casualidad o pura sintonía, tan feliz como involuntaria― y del noruego Kjell Askildsen, cuya rudeza sí tuve presente en algún momento del proceso. El caso es que ni siquiera ahora, con esta irritante depresión y un vacío voraz en las entrañas, podría escribir un libro como aquel, pues ya le dediqué las páginas debidas al necesario exorcismo de ciertos demonios personales. Estoy en otra fase, no tan oscura ni tan extraña como la de hace una década y media, pero mentiría si no reconociera que mi momento actual me limita para seguir escribiendo con la misma luz que traía dentro en los últimos años, como en los relatos que llevo ya tiempo pensando, visualizando, escribiendo y corrigiendo entre América Latina y España. Lo único que tengo claro es que, tablas y experiencia ganadas aparte, mi segundo libro de cuentos será más hondo y limpio que Agua dura o no será, así que espero recuperarme y regresar pronto a esa nueva luz, porque la escritura «del lado oscuro» ya me la sé de memoria y detesto repetirme, en casi todo en la vida, pero precisamente con la literatura odio llover sobre mojado más que en cualquier otro ámbito.
Domingo 16
Bromeaba ayer a medias en redes sociales al decir que «el mayor síntoma de que algo no va bien en mi cabeza quizá sea que desde que comenzó todo esto he vuelto a escribir poesía», y añadí, en tono de disculpa, que ya se me pasaría. A medias, he dicho, porque sigo con ese inesperado afán dos semanas después de aquel poema mediocre, de otro posterior que, sin ser lo que busco ni todavía bueno, estaba bastante mejor, y del borrador de un tercer poema que, escrito hoy mismo, ya comienza a parecerse al verso libre o a la prosa poética que me gustaría escribir, una poesía más clara, madura y limpia que la de antaño en mis libretas. Como en un ritual absurdo pero efectivo, escribo casi todo lo demás ―la literatura de viajes, los cuentos, la mayor parte de estos diarios y otras tareas― con el teclado y en una de las dos mesas del salón, encarada hacia la plaza bajo uno de sus grandes ventanales, pero dejo la otra mesa, un escritorio más alto y pintado de rojo, para la poesía, que emborrono sólo a mano en un par de cuadernos, uno para hacer el ridículo con mil pruebas, y el otro para conservar algo coherente que poder filtrar y pasar a limpio más adelante. Otra regla, más sagrada si cabe, que ya cumplí hace seis años con Gavia ―un poemario escrito con demasiadas prisas y la tremenda inseguridad de un narrador que exploraba territorio desconocido― y que voy a seguir a rajatabla, es que no pienso mostrarle a nadie ni uno solo de esos poemas hasta que considere si merecen o no publicarse en un nuevo libro: de todos los géneros literarios con los que la educación y la buena fe aciertan en señalar que no habría que dar la tabarra al prójimo, ya sea por endosarle nuestra vanidad o nuestra torpeza, la poesía es el más peligroso e incómodo. O al menos yo, necio o sabio en esto, no lo sé, me precio de no haber torturado nunca a ningún amigo ni enemigo con cualquier poema no solicitado. Tan mala persona no debo de ser.