Chetumal, Quintana Roo. Lunes 27
El sol fue vanidoso ayer domingo y salió para lucirse todo el día en Bacalar, pero yo decliné las ofertas de media docena de barqueros para navegar por la laguna y preferí caminar por su orilla, sentarme en los muelles y curiosear por los pantalanes ―tuve una breve plática sobre la naturaleza con la que convive a diario con el único marinero que parecía no estar pendiente de los turistas―, concentrado en los colores del agua, del cielo y de la tierra. Después de comer en una de esas porterías que sus vecinos habilitan como cantinas ―me acordé de otras muy similares en Puebla, también por las ricas enmoladas caseras que me zampé―, regresé al alojamiento para trabajar un rato y, de paso, planear mi agenda para el poco tiempo que tendré disponible hasta el jueves en Ciudad de México, a donde vuelo mañana tras una parada técnica en Chetumal. Como el autobús de hoy salía a la una y media, he repetido mis paseos por Bacalar, pero entre la lluvia, que ha vuelto sin fuerza pero con persistencia, y el ambiente de lunes, he visto las calles casi desiertas. Quizá por ello, la fauna local ha salido a reclamar su espacio, liberada de tantos humanos, y he podido fijarme con más calma en peces y anfibios, el tráfico de las hormigas rojas en hora punta, la tarea metódica de un solitario pájaro carpintero y la pereza de una iguana macho junto a las murallas del Fuerte de San Felipe: me ha recordado a doña Juancha, he pensado que sería su prima de Valladolid y me ha parecido que este holgazán debía de llamarse Macario. Luego, en el trayecto en autobús, ha caído una tromba de agua que, por suerte, ha amainado al llegar a la apagada Chetumal. Una ciudad que, para ser la capital del estado, parece malvivir en la periferia de Quintana Roo, pero con un aeropuerto que mañana me será muy útil y cierta influencia del vecino Belice, al menos en su comida y algunos rostros, como los de las chicas mulatas que me han vendido un platazo de medio pollo asado con arroz, frijoles, plátano frito y chile habanero que me ha alcanzado para la comida y la cena.
Ciudad de México. Martes 28
En Chetumal hay un parque a menos de diez minutos a pie del aeropuerto, una zona verde más bien pequeña pero con un buen estanque y una agradable pista que lo bordea, a la sombra de las palmeras, alguna ceiba y otros árboles que no he sabido reconocer: odio ser tan ignorante con la flora y la naturaleza en general. Como he salido con tiempo de sobra y Chetumal no es muy grande, he pensado en caminar hacia el aeropuerto, pero al descubrir ese parque he preferido apurar la hora y quedarme un rato. Igual que en cualquier otro parque del mundo que todavía sea un espacio vivo, si te quedas en silencio ahí, sentado en un banco, al cabo de unos minutos empiezas a ver que los animales se confían. En un cuarto de hora, como mucho, he visto a un martín pescador al acecho, quizás a un pariente menor y más oscuro del cormorán y a una gigantesca iguana que no se parecía en nada a doña Juancha ni al señor Macario: mucho más activa y nerviosa ―se ha zambullido con estrépito en el agua en cuanto he hecho el gesto de ir a quitarme el sombrero―, el doble de grande, de color naranja y con la cola anillada en blanco y negro. En todo ese rato, sentado a solas con el parque, he pensado en que esos animales o los de ayer bajo la lluvia en Bacalar se parecían un poco a las ideas a la hora de escribir: si aprendes a quedarte callado un rato, no te lo piensas tanto y dejas que la vida retome su lugar, empiezan a venir por su propio pie.
El que ha venido de nuevo a Ciudad de México soy yo: tras aterrizar he pasado por casa de Jorge a recoger los pocos ejemplares de mi novela y algo de ropa que le dejé antes de irme al Yucatán, he puesto rumbo al sur desde la Condesa y he llegado a un nuevo barrio de la Juárez para pasar estas dos noches. Un sitio muy distinto a los que me han prestado en el chilango desde 2014 hasta hoy, pues casi siempre dormí en plantas bajas pero el apartamento de Béla ―quien presentó mi novela en diciembre― está en el noveno piso de una de esas torres que se elevan entre las casas de pocas plantas de la mayoría de barrios del centro, así que, por primera vez, tengo una impresionante vista nocturna del cogollo de Ciudad de México desde las alturas.
Jueves 30
Ayer fue un día muy intenso, tal vez a la medida del cariño con el que me despido hasta quién sabe cuándo del país y de esta ciudad, sobre la que hoy he amanecido ante una panorámica espectacular, con su perfil radiante al alba y la silueta de los volcanes al fondo, el cono del Popocatépetl apenas visible tras dos de los rascacielos de la avenida Insurgentes pero el Iztaccíhuatl majestuoso, con su perfil escarpado aún cubierto por una cinta rosada de nieve. Hoy me espera una mañana de trabajo pendiente en el apartamento, la última comida en el buen mercado del barrio ―una de mis rutinas mexicanas que más echaré de menos―, el traslado al aeropuerto y un vuelo de casi diez horas hasta Madrid, pero la jornada de ayer cruza ahora mi mente como una serie de diapositivas: el tamal y el atole del desayuno callejero, dos pilares como lo es el maíz en la cultura milenaria de este país; el último paseo por el viejo Chimalistac y mi meditación o mi pregunta ante la parroquia de San Sebastián, donde me respondí que tal vez ya no vaya de viaje al sur de la república, pero a Ciudad de México sí presiento que he de regresar algún día, aunque creo que, si sucede, no será del todo por mi cuenta; los fresnos, las tapias, los adoquines, las ventanas, los portales, los rincones y las plazas de Coyoacán, donde un señor con facciones indígenas y sudadera del Barça ―«no, pero le voy a los Pumas», aclaró― le dio una buena boleada a mis zapatillas para resucitarlas y almorcé una torta antes de que, a cuento de mi novela, el compañero Francisco Goñi me hiciera una entrevista en su librería para la televisión, justo después de saludar allí mismo a Emiliano Monge, autor con quien hace diez años compartí una cena en el célebre Covadonga; las vistas desde el segundo piso del metrobús de la avenida Reforma hasta Chapultepec y por fin el Museo de Arte Moderno para disfrutar durante un par de horas de la obra de Remedios Varo, pero también de la de Siqueiros, Orozco y Rivera; mi última ronda de librerías por la Roma, que acabó en la pequeña pero brillante Polilla, donde además de un sello propio muy interesante tienen una buena selección de otras editoriales independientes ―y también mi novela con Dharma Books, que ya era hora de encontrármela por ahí―; un homenaje a José Agustín en el primer aniversario de una muerte que no le ha impedido seguir más vivo que nunca entre sus muchos y apasionados admiradores y, para acabar, como quien cierra varios círculos a la vez, un fugaz reencuentro ―demasiada gente alrededor, él tan sociable y yo cada vez más introvertido― con mi amigo Guillermo, una cerveza rápida en el Covadonga y el abrazo de despedida, como si pudiera meterse en un solo abrazo entre cuates el hasta siempre o el adiós o el quién sabe a todo un país, este México que me llevo cada vez un poco más dentro.
Madrid. Viernes 31
Es extraño, pero aunque soy muy consciente de que estoy de paso y todo es impredecible, saber que, si nada se tuerce y mi anfitriona Regina no cambia de planes, podré estar unos cuantos meses sin moverme del mismo refugio y, sobre todo, sin tener que buscarme otro a la fuerza ―insisto: lo peor de esta vida nómada―, aumenta mi sensación de haber vuelto «a casa». También ayuda la luz de mi querido Madrid, jovial y satisfecha en este mediodía de invierno a pesar del frío, al que logro aclimatarme enseguida. Llego agotado, con ganas de estar solo un tiempo y, como siempre tras un largo vuelo ―la maldición me persigue: imposible dormir en ningún medio de transporte―, muerto de sueño, así que, después de comer algo de lo que me dejé en la despensa hace tres meses, voy a echarme una siesta de cuento de Charles Perrault, sólo que a este grotesco «bello durmiente» ya no habrá beso ni princesa que le despierte hasta mañana.
Madrid. Domingo 2 de febrero
Quizá por haber pasado los tres últimos meses en México o porque allí tenía otras metas en mente y otros procesos en marcha, no siento que lleve una doceava fracción del año tachada ya del calendario, sino que, en cierto modo, mi 2025 empezó ayer. Desde este fin de semana sé que las prioridades van a ser otras. La escritura se mantiene, por supuesto, pero voy a ir quemando naves y a dinamitar puentes que no me llevaban a ninguna parte. Por el camino es muy posible que «pierda» a algunas personas, pero nadie pierde en realidad a ningún aliado ni mucho menos a un amigo si, a la hora de la verdad, no podía contar con ellos. También tengo pendiente revisar y reparar las grietas que se han abierto en mi interior o en mi mente o, mejor dicho, que se han revelado después de demasiado tiempo, pues ya debían de estar allí aunque hubiera yo aprendido a camuflarlas, casi sin darme cuenta. A lo mejor debería ir a terapia, la que sea o la que necesite, pero además de tener que identificar el problema antes de poder buscarle un remedio, la tosca realidad es que tampoco podría permitirme pagar a ningún especialista, ni ahora mismo ni en un futuro a corto o medio plazo, así que, para lidiar con esto, sea una depresión o no, voy a tener que aferrarme a lo que me ha funcionado hasta hoy para no perder el juicio: el arte, la vocación y cierta voluntad de sentido y trascendencia. O sea, a la escritura, mi única tabla fiable en el naufragio. Por suerte, no me falta la madera: el cuaderno de viajes peruano sigue adelante, también la selección de mis diarios, un libro sobre mi experiencia pandémica en Marrakech que aún no sé si será sólo literatura de viajes o también «autoficción» ―«sí, oh, padre, oh, César, yo también»―, otro probable híbrido siciliano entre cuaderno de campo y ensayo de altos vuelos, un libro panamericano de cuentos que cada vez me parecen mejores y esas dos novelas que, igual que cometas pero sin periodicidad fija, regresan una y otra vez a mi firmamento mental desde hace años ―tantos como quince la «elegía alemana» y ocho la «distopía americana», nada menos: Del silencio se coló sin previo aviso entre una y otra, así que lo mío, más que «lentitud», es pura fidelidad a mis obsesiones y fiebres, el combustible de tantos autores atemporales― para recordarme con su estela que todavía me quedan algunas cosas por decir, varios caminos que explorar y, ahora que todo el mundo parece denostar el noble y primordial oficio del narrador, como si hubiéramos matado al cazador de horizontes que late desde la caverna en el espíritu humano y ya sólo pudiéramos hablar unos y otros desde y sobre nuestro ombligo, algunas buenas historias que contar. Porque contar historias como meras fórmulas para «entretener» será cosa menor, desde luego, pero decir la épica del mundo, decir la belleza y decir al hombre es lo que en realidad se cuenta con toda gran novela. Por si no tuviera bastante, esta mañana casi me tropiezo y escribo un poema, qué temeridad. No sé, demasiada escritura entre manos, en las tripas y en el pecho para creerme o aceptar una supuesta depresión, la verdad, salvo que, consciente o no, pretenda enterrarla en palabras.
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