Valladolid, Yucatán. Lunes 20
Entre la tarde del domingo y la de hoy he dado otros paseos por la acogedora Valladolid, más animada que San Francisco de Campeche ―no sé por qué, tan agnóstico y poco amigo de la pompa oficial como soy, me gusta referirme a esa ciudad por su nombre completo, aunque todo el mundo la llame Campeche, a secas― pero menos que la vecina Mérida. Cae una llovizna templada a ratos desde ayer, pero no me quejo, porque caminar así se hace también agradable, y he podido disfrutar casi en solitario de la mágica atmósfera del cenote Zaci o de la Calle de los Frailes hasta el convento de San Bernardino de Siena. Me fijo en que se echó mano de no pocos santos italianos para fundar los lugares cristianos por toda la península del Yucatán, y algo de Asís, Padua y Siena parece imantado entre sus iglesias y monasterios. Aunque la parroquia de Santa Ana no tenga que ver con mi querida Italia ―está dedicada a la «abuela materna» de Jesús―, es un lugar muy especial, no sólo por su colorido y sobrio barroco ―suena a oxímoron, pero de ese modo la veo― colonial, sino también por dos hechos: construida entre los siglos XVI y XVII, fue la primera iglesia «para indios» de la ciudad y allí, mucho tiempo después y como una burla del karma, se refugió la gente durante la terrible Guerra de Castas, cuando los mayas que seguían ―y siguen― poblando la región se rebelaron durante toda la mitad del siglo XIX contra los criollos y mestizos de la ya independiente república mexicana.
Más de mil años antes de que el primer blanco pisara estas tierras, mientras Teotihuacán florecía al norte, los mochicas de Sipán reinaban entre la costa del Pacífico y los Andes, los romanos perseguían a los cristianos por todo su imperio o el budismo se expandía hacia China y Japón a través de la Ruta de la Seda, otros mayas fundaron el primer asentamiento de lo que luego sería Chichen Itzá, que durante siglos prosperó, declinó y resurgió hasta su caída final, cuando la selva empezó a tragarse poco a poco el lugar. Creo que todo este tercer viaje mío por México desde noviembre, con lo de la novela, Guadalajara y el retiro en Campeche, ha sido apenas un pretexto para llegar hasta Chichen Itzá, otro sueño de infancia cumplido, como el de Machu Picchu hace un año y pico: durante el tiempo que me quede en este mundo y mientras pueda, pienso dedicarme a tachar unos cuantos más de mi lista. Aparté la mañana de este lunes para la visita por evitar la marabunta del fin de semana, aunque de todos modos he encontrado bastante gente y, sobre todo, una legión de ruidosos vendedores de bagatelas, guías vocingleros y sus rebaños de turistas ―sí, yo también soy «turista», pero no hago ruido, voy solito, no le bailo el agua a ciertos tinglados y me informo un poco antes de viajar― que casi me arruinan la experiencia. Sin embargo, como en la gran ciudadela de los incas o en Pompeya ―e imagino que me sucederá lo mismo en Angkor Wat, uno de los destinos que figuran ahora más arriba en esa lista de pendientes para un apasionado amateur de la arqueología como yo―, el burdo mercadeo de los tópicos queda enterrado por la fascinación que ejerce el lugar. Dicen las guías convencionales que se puede «ver» Chichen Itzá en un par de horas, pero a mí se me han hecho cortas las tres y media que he pasado de aquí para allá, deteniéndome a menudo para que me rebasaran o se alejaran los grupos, fijándome en rincones apartados y, siempre en silencio, sentado frente a la inmensa tumba del Osario, en el prado de la Casa Colorada o casi al borde del Cenote Sagrado ―un portal del inframundo para los mayas―, mientras los turistas iban y venían para dedicarle medio minuto a echar la foto y apenas un instante a mirar ―no digo ya ver o intentar entender― lo que tenían delante o a sus pies. Un solo ejemplo: todos se paran a tomarse el selfie ante el lado norte de la pirámide de Kukulcán, el primero que aparece al entrar en el recinto, sin caer en que su cara principal, bajo la que la mayoría pasa de largo, es justo la que mira al este, hacia la plataforma de Venus, el Cenote Sagrado y la salida del sol. Es decir, sin tratar de comprender la orientación ni el sentido con que aquellos mayas trazaron su mapa del cielo en la tierra. Me pregunto por qué viajar hoy en día, si no es para rascar un poco el brillo de las postales, darles la vuelta e intentar leer lo que otros nos dejaron escrito en el reverso.
Tulum, Quintana Roo. Miércoles 22
Menos mal que al final decidí no parar unas horas en el yacimiento arqueológico de Cobá, también por la mala combinación de transporte público para intentar llegar desde Valladolid y porque hubiera tenido que llevar la mochila encima todo el día entre templos y pirámides, pero sobre todo porque ayer cayó una gran tormenta de camino a Tulum, un telón de agua tan denso que hizo de frontera vertical entre los estados de Yucatán y Quintana Roo, borró la carretera de la vista y obligó al conductor del autobús a aminorar la marcha a cada rato, así que cuando llegué a mi nuevo destino, aunque la lluvia había amainado bastante, era ya muy tarde para todo y oscureció enseguida.
Lo que se ha ennegrecido por completo esta mañana ha sido mi ánimo, tras la peor experiencia de todas las que he tenido como viajero en este país, en los casi tres meses que llevo ahora o en cualquiera de los otros nueve que pasé antaño en México. No quiero entrar en demasiados detalles, pero lo resumo diciendo que llevo encima un cabreo considerable, de pura impotencia, tras comprobar que Tulum, con sus precios abusivos, sus peajes y derechos de paso sacados de la manga, sus pequeñas mafias del transporte, su plan depredador inmobiliario y su concepción aberrante de lo que es o no es un «yacimiento arqueológico» ―jamás me hubiera imaginado negarme a entrar en un lugar con el que llevaba tiempo fabulando, pero me ha parecido tal abuso que me han podido más los principios que las ganas: a veces, la simple renuncia del viajero es la única posición ética posible contra la plaga del turismo no consciente―, un «espacio público», un «servicio privado» o un «parque natural», ha degenerado en un vulgar exprimidor de turistas, no sólo propiciado por la picaresca local y los grandes inversores, sino también desde el gobierno, tanto estatal como nacional: ¿por qué llamarlo «Parque del Jaguar», por ejemplo, cuando podría ser el «del Pirata» o, sin más, «Parque pa’ Gorrear»? Sólo me he relajado horas más tarde, en tres momentos del resto de la jornada. Al almorzar en un rincón del mercado donde servían comida casera a precios razonables y en el que yo era el único extranjero, pues los más blancos y rubios andaban todos en los mismos sitios, con la carta en inglés y tarifas ad hoc. Al pedalear y pedalear con la bicicleta oxidada que me han prestado en el alojamiento ―me he acordado de la que tuve en Halle, hace diez años, cuando la antigua Alemania socialista ya no lo era: otro paisaje y otra fauna, pero casi la misma lluvia―, primero a solas del pueblo a la costa, después con una señora de Murcia que andaba perdida y a la que he podido ayudar ―al presentarme como Sergi ha deducido que, al ser catalán, sería yo «independentista, claro», un clásico: «pues no, señora; y además mi abuela era de Caravaca de la Cruz», ha escuchado feliz la buena mujer―, y luego hacia el sur, otra vez solo. Y al colarme a medias ―se podía pasar, pero en teoría se debía consumir algo y yo he entrado y salido con los bolsillos vacíos― en un club no tan privado, aparcar la bicicleta, dejar atrás a una extraña tribu de hippies adinerados y muñecas de silicona, echar a andar por la playa e imaginar cómo debió de ser Tulum hace diez, veinte o treinta años: un paraíso que hoy ya no existe, ni siquiera para los ricos en sus cápsulas de cemento, madera y paja, puro espejismo para privilegiados impasibles en medio de una lonja o un burdel.
Jueves 23
Mi enfado de ayer se ha diluido en un desencanto manejable y la tristeza que llevo encima desde hace tres semanas pesa todavía, pero más cual saco de lastre que tarde o temprano será prescindible que como un ancla que en realidad no me dejara avanzar. Sigo adelante, triste y cansado por ahora, pero sigo, igual que el valiente no es el peregrino insensato que nunca tuvo miedo, sino el que aprendió a llevarlo consigo mientras camina. La lluvia, que en algún momento se hace tan intensa que no me cuesta nada visualizar una tormenta caribeña de verano azotando este lugar –ayer deseé que un huracán barriera a todos los piratas de tierra firme que han convertido Tulum en una subasta infame–, me pone aún más fácil la decisión: hoy no saldré de este cuarto. Tengo comida ―bien cerrada en una bolsa para que no se me revolucionen las hormigas, que ya van negras y frenéticas por el suelo como curas en busca de pecadores―, cerveza rubia en la nevera, mezcal de Oaxaca en el congelador ―sacrilegio o no, me da igual, pero lo sigo tratando como si fuera vodka―, buena conexión, ningún vecino en el alojamiento ―aparte de un pajarito feliz, un gato introvertido y un perro frustrado―, tareas pendientes y algunas ideas que cruzan por mi mente a modo de bólidos o estrellas fugaces, aunque no caen al horizonte de lo concreto, sino que van y rebotan en varias direcciones, como si un marco las limitara o fueran bolas fosforescentes en un billar francés. Algunas dejan una estela oscura, pero de tinta sobre papel, es decir, reverso de una luz distinta o negativos por revelar. Así que no puedo decir que «piense» en esto o en aquello, sino que veo pasar veloces esas ideas y tomo nota de su rastro, sin más, apenas consciente de que quizá otro día pueda sacar alguna imagen o algún texto de ese laboratorio mental. No «pienso» entonces en que justificar, disculpar o tolerar a un billonario racista y ultraliberal sea tan cómplice o abyecto como callar ante la barbarie nazi, sino que veo a cualquier imbécil biempensante lavarse con una pastilla de jabón hecha con la poca grasa que debía de quedar bajo la piel de los judíos exterminados en Auschwitz y decir que no es asunto suyo, que «todo es relativo» y que lo único que cuenta es que le deja el cutis muy fino. No «pienso» tampoco en que el capitalismo salvaje, el turismo masivo y las redes sociales han acabado en demasiados lugares con la belleza y la maravilla, ni en ese mundo ya perdido para siempre, sino que veo a una influencer londinense, moscovita o neoyorquina hacerse un selfie muy ecologista y concerned sobre el cadáver de la última ballena varada en la playa más chic del Caribe, la misma a la que la «creadora de contenido» ha llegado tras dos vuelos, un traslado privado y varias toneladas de keroseno. No «pienso», sin venir a cuento a priori y de repente, en que Hiroshima y Nagasaki fueron dos de los mayores y más pavorosos crímenes contra la Humanidad, genocidios instantáneos pero tan horrendos como el de los palestinos, los armenios o cualquier otro pueblo, por mucho que los vencedores cuenten siempre la Historia en su beneficio y la masa prefiera tragarse el mismo bollo mil veces horneado a hacerse ciertas preguntas, sino que veo la silueta de una niña japonesa desintegrada en un segundo como ceniza de incienso al viento súbito de un portazo. Y no «pienso», al fin, en mí mismo como un escritor que se ha equivocado de tiempo y de lugar, o que se esfuerza en hablarle a un lector liberado de prejuicios y fumarolas mediáticas que podría vivir en el pasado, en el presente o en el futuro sin perder la conexión con todo lo atemporal en nuestra condición humana, sino que veo a una persona joven, en un mundo seguramente más gastado pero quizá por fin con menos ruido alrededor, con un libro mío en sus manos y sonriendo en silencio para sí misma. Una persona que aún no habrá nacido cuando yo ya esté muerto.
Bacalar, Quintana Roo. Sábado 25
Ayer, después de comer unos deliciosos salbutes ―con la tortilla de maíz habitual pero frita, aunque no crujiente ni aceitosa, sino más esponjosa y de nombre muy gráfico en la variedad maya yucateca: sáal buut, o sea, algo «ligero y relleno»― y unos de los mejores tacos al pastor que he probado en México, todo a un precio muy cabal en otra rara isla de sensatez en Tulum ―luego me pedí un helado en la avenida principal y, de nuevo, me salió más caro que en cualquier cadena italiana de Madrid o Barcelona―, tomé el bus a Bacalar, dejé mis cosas en la nueva habitación y apuré las dos horas de luz que le quedaban aún al viernes para dar un primer paseo por este lugar, también «pueblo mágico» pero, desde luego, mucho más apacible que Tulum. Tengo un muelle a dos cuadras, con una pasarela de madera que, en forma de rectángulo, se eleva sobre los manglares y las aguas de la gran laguna. «De siete colores», rezan los reclamos turísticos por la paleta de azules que se puede apreciar en días soleados, según la profundidad y el tipo de lecho de esta extensa masa de agua dulce, aunque, bajo un cielo que sigue tan tupido de nubes como desde el martes en la región, hoy no pasa de dos o tres tonos de gris azulado o verdoso. Aprovecho el fin de semana para tomarme con calma el tramo final de esta ruta, terminar algunas tareas, agarrar desprevenida a la posible depresión para ahogarla en toda el agua que me rodea y retomar con ganas la escritura. También para conocer el pequeño fuerte que los españoles levantaron contra los piratas ―pienso de nuevo que en aquella época, y para el común de los mortales, el Caribe debió de ser de todo menos un lugar paradisíaco, siempre azotado por guerras y calamidades―, holgazanear al caer la tarde en la plaza del centro bajo el concierto feroz de los zanates o caminar por la costanera de la laguna para intentar asomarme a los pasos o balnearios que no estén privatizados. El tema es menos escandaloso que en Tulum, pero ese muelle que tengo al lado del alojamiento había sido de libre acceso hasta hace muy poco, y ahora ya han plantado una barrera bastante cutre con un par de funcionarios para cobrarle una entrada a todo el mundo, muy barata, eso sí, pero el primer ladrillo de otro muro que, seguro, se irá haciendo más alto con los años, y no sólo para los visitantes extranjeros, sino para los propios mexicanos, que es lo que me parece más feo. En ese sentido, tras lo visto en Tulum ―además de lo que me imagino entre Cancún, Cozumel o Playa del Carmen― y comparado con los estados de Yucatán y Campeche, me temo que, a base de desplumarla y ponerle precio a todo, los responsables de turismo en Quintana Roo van a terminar de cargarse más pronto que tarde a su gallina de los huevos de oro. Sólo espero y deseo que quieran y sepan conservar el equilibrio ecológico de espacios naturales como la Reserva de la Biosfera de Sian Ka’an ―con otra hermosa etimología maya: «origen», «hechizo» o «regalo del cielo», que liga con lo visto en Chichen Itzá, pues estas costas eran para aquel pueblo algo más que las coordenadas del sol naciente―, de la que me han hablado maravillas pero que, por presupuesto y logística, no he podido conocer en esta ocasión.
Mañana domingo parece que hará por fin buen tiempo y quizá me decida a subir a uno de los barcos o veleros que recorren la laguna y los cenotes en sus orillas, pero lo cierto es que tampoco pasaría nada por hacer de marinero en tierra, como el poeta que remienda sus versos y prefiere planear otros naufragios. Me quedan cinco noches en este país, entre la serena laguna de Bacalar y la vorágine de Ciudad de México, pero mi cabeza comienza a decirle adiós ―o hasta la próxima, quién sabe― y mi espíritu, que siempre va un paso por delante, ya ha desconectado el modo viaje para volcarse por completo en la escritura: me espera un año de frontera, pues presiento que en él se decidirá si la cruzo, me quedo atrás o arrojo mi pasaporte al vacío.
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