San Francisco de Campeche. Lunes 6
Día de Reyes para olvidar o, mejor aún, recordar por qué soy republicano. Aunque ya la había practicado en algún momento durante los siete años que llevo con mis diarios y sus intermitencias, me siento más cómodo de lo esperado con esta otra forma de escritura, casi en bruto, con textos más breves, sin «correcciones previas» ―son las peores: siempre es mejor limpiar la herida que no dejarla sangrar siquiera por miedo al daño o el ridículo― ni notas que vayan perdiendo frescura por días o semanas mientras decido o me impone la inercia de lo mundano cuándo pasarlas a limpio. Para mí, la escritura literaria y, muy en particular, la narrativa de ficción, requiere distancia y lentitud, más cerca de la digestión de cada bocado que en realidad sea esencial que de la vomitona verbosa con la que muchos demuestran confundir sensación y sentimiento o volumen y tono. Pero el caso es que ahora me siento mejor así, sin planear ni revisar demasiado, cosa que jamás haría con una novela, un cuento o un ensayo, y no porque considere los diarios como un género menor ―no lo son en absoluto― o sea yo como diarista el mediocre ―algo bastante probable―, sino por acercarme a un lenguaje u otro de manera muy distinta. Sería una estupidez ponerse a escribir novelas así, a lo loco, pero otra mucho mayor aún llevar un diario como quien planifica los tres tomos de una saga. De hecho, a estas alturas ya no me parece que existan los géneros menores, ni obsoletos, ni rompedores, sino sólo escritores más o menos dotados para la grandeza, abonados al oportunismo o condenados a la mediocridad. No se me ocurre ahora mismo ningún género con una mínima entidad e intención literaria en el que no haya leído alguna obra maestra o una completa basura. La novela no ha muerto, salvo en manos de novelistas incapaces. La autoficción no parece ya un chicle que se pueda estirar tanto, salvo en la voz de quien de verdad tenga algo que decir. Aplico esta actitud a mis propios libros: que no me considere un buen poeta no quiere decir que los demás sí lo sean, sino que, al hacerme a un lado, me doy cuenta sin drama de que estoy más cerca de los grises o apenas correctos que de los escasos en verdad luminosos; que me considere un buen novelista no quiere decir que los demás no lo sean, sino que, al dar un paso atrás y mirarlo todo con mayor perspectiva, reparo sin complejos en que mi primera novela está por encima de la inflada media general. No, no me hace falta nadie más para saber cuándo muerdo carne, piel o hueso, ni si sólo hablo alto o por fin digo algo que valga la pena. Bueno, no siempre. En esta misma entrada y ahora, por ejemplo, no tengo del todo claro si lo he hecho o apenas he vomitado, pero habíamos dicho que no íbamos a corregir. Ni tampoco a hablar de los Reyes Magos.
Martes 7
Fiel a mi estética de la repetición cuando puedo viajar sin prisa y quedarme más tiempo de lo que suele pasar un turista en algún lugar, esta tarde he caminado por muchos rincones intramuros de Campeche que ya he visto varias veces a lo largo de tres semanas en la ciudad. Sólo he añadido un sitio a la lista y, antes de regresar a casa, he pasado hora y media en el Museo de Arquitectura Maya, en el eufónico Baluarte de la Soledad. Como en el Fuerte de San Miguel, se ha intentado «resignificar» el viejo edificio militar de la época colonial con una muestra más del inmenso patrimonio artístico y cultural de los pueblos que habitaban la región antes de la llegada de los castellanos. Desde lo alto de la muralla y sobre la Puerta de Mar, frente a la que amarraban los navíos españoles hace siglos y desde la que hoy, sobre trescientos metros de tierra robados a la línea de costa original, se extienden una plaza dura, varios edificios y un par de avenidas hasta el malecón, he pensado que una de las pocas y tristes cosas que de verdad hermanan a casi todas las culturas en las que ha llegado a expresarse la especie humana, no es tanto la opresión de una sobre otra como el dominio de una clase privilegiada sobre el resto. También he pensado en ello en las salas de la exposición, al fijarme en las estelas y esculturas mayas, pero sobre todo frente a su pieza más famosa e importante, la bellísima máscara funeraria de jade de un soberano de Calakmul, pues la mayor parte de ese patrimonio ―como en tantos otros lugares del mundo antiguo― nos habla de reyes, nobles y sacerdotes obsesionados por mantener su estatus en la vida eterna, y sólo muy de vez en cuando nos cuenta algo de la vida terrenal del pueblo. Conflictos de clase aparte, al contemplar la máscara he creído «resolver» para mis adentros una duda sobre la que había indagado días antes en la red: puede que los expertos todavía no se pongan de acuerdo acerca de la noción que los mayas, a pesar de sus avanzados conocimientos en matemáticas y astronomía, tenían de nuestro planeta, y no me refiero a su concepción simbólica, sino a la física y literal, es decir, si los mayas eran «terraplanistas» o ya coincidían con el griego Anaximandro, pero a veces la más simple observación basta para dejar de romperme la cabeza. Aquel líder maya fue enterrado hace mil años y dos o tres siglos tendido bocarriba, en una posición más o menos natural, casi como si durmiera con su ajuar funerario por pijama, pero ―según el texto al margen en el cartel del museo― no le colocaron la máscara exactamente sobre el rostro, sino del lado derecho y orientada hacia poniente, para indicarle el camino a seguir por el otro mundo. Es probable que meta la pata, pero me parece que si le dices a un muerto que ha de continuar su viaje hacia el oeste si quiere luego renacer con el sol por el este, es que debes de tener ya bastante claro que la Tierra es algo muy parecido a una esfera.
Miércoles 8
Todo parece salirme al revés desde el lunes. He tenido que cancelar uno de los talleres que estaba preparando en Madrid porque, de repente, el espacio que iban a cederme ya no va a estar disponible. La agencia de viajes que debe aprobar mi ruta literaria por Budapest duda de mi propuesta ―no se me ocurrió a mí hacérsela, sino que me convencieron para ello― porque no ven reclamos demasiado obvios en la ciudad para el «turismo literario». Las posibilidades de difusión para mi trabajo que he ido investigando en las redes no terminan de funcionar y el dichoso algoritmo resulta cada vez más desesperante, mientras el inquietante dueño de Facebook e Instagram se parece cada día más a una versión menos ultra y estúpida pero igual de perversa y usurera que el gañán de la equis. Me da la sensación de que, como ya me sucedió justo antes de la FIL de Guadalajara con otros temas, cuando los proyectos han de pasar por terceras personas tienen muchas más probabilidades de torcerse que los que están por entero en mis manos y, aparte de un editor y sus posibles lectores, sólo dependen de mi esfuerzo, mi criterio y mi deseo. Tal vez este arranque tan correoso del nuevo año sea sólo una señal para quemar unas cuantas naves más, dejar de apostar a ciegas en partidas que ni siquiera había buscado y concentrarme en lo único que importa, que es escribir, escribir y escribir. Para colmo, en los ochos días que llevo con él, tampoco he cumplido con la mitad de lo que me había propuesto en este dietario: estoy haciendo una entrada diaria, eso sí, pero la mayoría mucho más largas de lo que pensaba, casi como en años anteriores, y está claro que no podré mantener este ritmo durante los próximos meses. Si no consigo convertir estos párrafos en fogonazos más certeros, tendré que regresar al formato habitual, callarme más a menudo y escribir aquí cada tres o cuatro días.
Jueves 9
Me cuesta pensar en un verdadero artista que no sea, casi por definición, egocéntrico, pues sólo una mirada singular y enraizada en sí misma puede soltarse para abarcar luego el mundo sin red. Fueron egocéntricos incluso aquellos que, en el fondo, se volcaron en el prójimo como destinatario del sentido de su obra, como, a mi juicio y en distinto grado, Beethoven, Van Gogh, Dostoievski o Steinbeck. No se puede componer la Novena si no tienes una fe absoluta en la bondad y la fraternidad de nuestra especie, aunque a veces te irrite la gente con la que debes lidiar a diario. Ni pintar tu rostro, tu habitación en Arlés o un almendro en flor como nunca nadie antes sin imaginar que otro corazón vibrará desapercibido pero cercano algún día al otro lado. Ni se pueden escribir novelas como Crimen y castigo o Las uvas de la ira sin una profunda y honesta preocupación por el espíritu del hombre o sin una monumental empatía ante el sufrimiento de los desposeídos. Ni siquiera cabe pedirle cuentas a aquellos artistas que, además de egocéntricos, fueron polémicos o no se amoldaron al discurso moral de un tiempo presente o futuro que vino a juzgarles por navegar en aguas turbulentas, pues hasta en las novelas de Hamsun o Céline hay más verdad, belleza y vida que en los «artefactos narrativos» de la legión de autómatas que «triunfan» hoy en día desde la militancia en cada causa adecuada, los caladeros identitarios oportunos, un buen doctorado en cinismo y toda la corrección política que les parezca necesaria. Yo le perdono a cualquier egocéntrico su prisma personal si luego es capaz de crear algo con un alma transferible para el resto. Sin embargo, quizá sea injusta, pero cada vez siento una aversión más honda, violenta e innegociable por los narcisistas, un tipo de «artista-objeto» curador de sí mismo que prospera en este tiempo de culto descerebrado a la propia imagen, al diseño estratégico de la «marca personal» y a la constante exposición de un «yo» tan ubicuo que no deja espacio para ningún «nosotros». Errado o no, el caso es que cada vez que intento vencer el prejuicio para que me quiten la razón, prescindo de los indicios e indago en la obra de alguna de esas figuras narcisistas del presente, me encuentro con un bonito, exitoso y reluciente huevo vacío. Con un libro que tendrá quizá premios, reseñas, entrevistas y hasta sus fans ―el público medio de cada época tiene la literatura que merece y viceversa: el lector es tan responsable de ello como quienes manejan el mercado―, pero sin ni siquiera el uno por ciento de alma y de verdad que La bendición de la tierra o Viaje al fin de la noche.
Viernes 10
El plan para hoy era visitar el yacimiento arqueológico de Edzná, tal vez el segundo enclave maya más importante del estado de Campeche tras el complejo de Calakmul, y también acercarme a Uayamón, una antigua hacienda reconvertida hoy en uno de los mejores y más hermosos hoteles de todo México, donde antaño los señoritos de piel más pálida vivían como reyes y los trabajadores locales en un régimen muy cercano a la esclavitud, en una versión mexicana de Los santos inocentes tan terrible como la de Miguel Delibes ―sigo dándole vueltas a la lucha de clases―, pero no mucho más calurosa, a pesar de la latitud y de las apariencias: por ejemplo, las temperaturas medias y máximas registradas entre la Mérida extremeña y la Mérida yucateca son bastante similares. Sin embargo, al final he tenido que renunciar a la excursión porque el transporte público no cubría la ruta y los tours privados ―que intento evitar siempre a toda costa, pues para mí estropean la esencia del viaje: en mi recorrido de tres meses por Sudamérica sólo contraté dos, y porque no había ninguna otra forma razonable de llegar a mi destino― me han parecido demasiado caros. Para las dos próximas semanas, en mi ruta en ciernes por el Yucatán, el acceso a las zonas arqueológicas de Uxmal, Chichen Itzá y Tulum será mucho más fácil, pero está claro que, sin poder alquilar un coche, hay lugares que cuesta recorrer al detalle. Tendré que regresar alguna vez a este rincón del mundo para ver Edzná, Calakmul, Palenque y otros grandes feudos mayas, pero ojalá pueda hacerlo con bastante más «lana», moverme en «carro» por toda la región y, de paso, darme el lujo de alojarme en la hacienda Uayamón: el precio de una sola noche allí supera mi presupuesto mensual para comida, transporte y otros gastos fijos cuando vivo en Madrid o cualquier otro refugio prestado por España, así que todavía me falta vender muchos, pero muchos libros para eso.
Domingo 12
Además de los últimos paseos para despedirme ya de la bonita y amable Campeche, donde he vivido de manera muy austera pero sí he tenido el refugio de escritura que esperaba, he aprovechado todo el fin de semana para trabajar a fondo, pues mañana salgo ya para Mérida y, notas aparte en mi libreta y mi cabeza, hasta que vuele el día 30 de regreso a España dudo mucho que pueda hacerle demasiado caso al portátil, salvo por alguna tarea básica, un boletín semanal que empezaré a compartir cada jueves con un puñado de suscriptores a través del correo electrónico y, por supuesto, mantener estos diarios, en los que ayer, por primera vez en esta nueva temporada, no escribí una línea. De hecho, hago recuento de palabras y, aun saltándome esa entrada del sábado, esta semana ya he acumulado casi el doble de texto de lo que solía entregar cada siete días en cualquiera de las siete ediciones anteriores de mis diarios. Así que sostengo mi propósito de continuidad, pero, con toda franqueza, no creo haber dicho «el doble de cosas» que entonces, y aquí las resolutions más importantes de Año Nuevo fueron otras: claridad y ligereza para «hablar menos e intentar decir más». A ver si te centras, Sergi.
Los jueves compartiré también el boletín gratuito La vida nómada, con pistas e ideas sobre viajes, literatura, cine, música, arte y otros temas, pero a partir de febrero estos diarios le llegarán cada lunes sólo a los suscriptores de pago. Mientras tanto, si encuentras aquí algo que te interese o te inspire y quieres apoyarme pero prefieres no comprometerte a una suscripción anual o mensual, puedes hacer otra cosa:
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